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Cincuenta y Cinco - Parte dos

Era jueves y estaba preparando unos tallarines rojos en la cocina, dijo mi tía Adelina mientras servía el té y las galletas saladas.

 


Cuando llegué a casa, traté de llamar a mi tía Adelina lo más pronto posible, necesitaba saber si podía quedarme a pasar unas semanas en su casa, para recordar viejos tiempos, y visitar a los amigos con los que jugaba antes. “Para qué quieres venir acá, si ya no vive nadie”, me contesto con desgano. No quería que ella se enterara de mi verdadera diligencia, así que le mentí, le dije que la extrañaba y que quería saber con quién se casaría a sus ya casi sesenta años de soltera pretenciosa. “A mí no me vengas con cuentos, hijo, que por otra cosa querrás venir”, respondió con tono alegre. Por lo que había escuchado por parte de mis padres y de algunos otros familiares, su carácter rígido y su terquedad indómita eran dos de los motivos por lo cual ella se había mantenido casta, así que imaginé que la conversación había terminado. Esperé un par de segundos para así agradecerle y despedirme, sin embargo, ella habló.

— … pero si deseas, puedes venir de todas formas.
— Gracias tía Adelina – aunque en mi mente quería preguntarle por si estaba segura, desistí de hacerlo para evitar un rechazo por mal comportamiento, aparte de que mis padres corrían el riesgo de ser regañados por la mala crianza de sus hijos.
— ¿Cuándo vas a venir? – preguntó.
— Estaré ahí el lunes por la mañana.
— Te estaré esperando – y colgó.
Al finalizar la llamada, corrí hacia mi habitación y busqué una maleta de viajes para guardar en ella varias mudas de ropa, dos pares de zapatillas y uno de zapatos, varios más de medias y algunos calzoncillos, no quería dejar nada a la deriva, ya que planeaba quedarme algo más que un día entero. Luego de tener listo mi equipaje, busqué entre mis cuadernos de primaria cubiertos de calcomanías de héroes animados y dinosaurios, los números telefónicos de mis amigos. No encontré lo que deseaba, pero sí ubiqué sus direcciones, con algo ya contaba.


Me desperté a las 5 de la mañana, algo ansioso por el nuevo viaje. Tomé la maleta y con algo de esfuerzo logré bajarla al primer piso. Encontré en la sala a mi padre que se alistaba para ir al trabajo. Se burló un poco de mí, algo incrédulo por verme despierto tan temprano. Yo aproveché la ocasión para pedirle algo de dinero, por si acaso. Él sacó unos cuantos billetes y me dio cincuenta soles.



— ¿A qué se debe el milagro? — pregunté sarcástico.



— Aunque no esté lejos, tendrás que tomar un taxi y pagarle un poco más porque nadie quiere ir a ese pueblo fantasma.

— ¿No pasa ningún bus? ¿Ni colectivos?

El meneó su cabeza en señal negativa y se fue al baño. Yo no tenía muchos problemas con lo que me dijo mi padre. Por si algo sucedía, estaba llevando conmigo una parte de mis ahorros que más o menos se acercaban a la cantidad que mi padre me había dado, además de estar confiado de no gastar en comida, ya que entre las cualidades que caracterizan a mi familia está la hospitalidad, aunque ésta no se aplique a terceros.


Me tardé treinta minutos en conseguir un taxi que se animara a llevarme hacia mi destino. Cuando le pregunté al primero, distorsionó su rostro y aceleró sin decirme nada. Algo parecido pasó con los cinco siguientes, hasta que me encontré con un taxista joven, aunque no parecía ser de fiar. “Si quieres te llevo, pero me tendrás que dar veinticinco soles”, me dijo. Yo asentí y subí mi maleta a los asientos posteriores y me senté junto a ella, desconfiando hasta de mi propia sombra. El taxista no dijo nada.


A pesar de todo, el viaje no estuvo mal. El muchacho no era de los típicos taxistas conversadores o de aquellos que ponen su música a todo volumen. Esto me permitió observar la ciudad bañada por los primeros rayos dorados, las pistas casi vacías, el aleteo de las aves y los pasos de las personas al apresurarse para llegar a sus trabajos y escuela, el sonido de la una metrópoli que nunca duerme, pero empieza a tomar ánimos para una nueva jornada. Esto se pudo ver durante los primeros diez minutos que llevábamos. Toda capital, al ser el centro de un país está conectada íntimamente entre varios distritos símiles, que van contrastando a medida que te alejas del centro. Como una gota de pintura que se destiñe en el agua, el centro siempre será el lado más activo, el más vivo de la capital, mientras que los bordes pierden la tonalidad original, y los altos edificios con lujosos departamentos son reemplazados por casas de 6 pisos o menos, intercalando por algunas más pequeñas, las autopistas no están tan limpias y los autos no son tan modernos. Este no es el caso del distrito de San Gabriel, la cual por muchos años fue una ciudad modelo, con los jardines más hermosos y las casas más pintorescas de la capital. En la actualidad no queda más que el vestigio del pasado. Las casas lucían como las recordaba, eso creo, pero estaban cubiertas por una capa de polvo y carcomidas por el olvido. Los árboles que antaño brindaban sombra a los transeúntes no eran más que troncos secos, seres que suplicaban por ser arrojados al fuego en vez de seguir su doloroso martirio, los tachos de basura, postes y otros objetos de metal lucían el color del óxido, incluso algunas ya habían caído al piso. Era el claro ejemplo de una ciudad fantasma en la cual se cometió un crimen atroz e imperdonable, y cuán grave tendría que ser al recibir tal castigo, totalmente inconcebible en mi mente.


Tardamos más de 20 minutos en ubicarnos, ya que todas las casas lucían igual de deterioradas y los nombres de las avenidas no existían. Traté de ubicarme por la dimensión de un parque y con ayuda del celular le indiqué al taxista que diera media vuelta por una cuadra y avanzara recto por dos cuadras más, hasta que finalmente logramos encontrar la casa de mi tía Adelina. Ella estaba regando su jardín, en el cual las rosas destacaban. El taxista me miró confundido y yo tuve que dibujarle un mapa, usando el que ya tenía en el celular como referencia, para que así pudiera irse sin perder más tiempo. Me miró con condescendencia y se despidió como si fuese un amigo que nunca más volvería a ver.


Mi tía no logró distinguirme a primera vista. Apenas bajé del taxi, ella dejó de regar y entró a la casa, marcando el teléfono angustiosamente. Al parecer nadie le contestaba, por lo cual ella, abrió uno de los cajones de la pequeña mesa en la cual estaba colocado el teléfono, sacando lo que eran unas gafas. Se acercó poco a poco hacia la ventana que tenía las persianas abiertas, tratando de diferenciar los rasgos de la persona que se encontraba mirándola desde el vidrio. Ya que lo único que hacía era mirarme con preocupación, tomé mi celular y marqué el número de su casa. Escuché el sonido de su teléfono y vi como ella volvía al lugar en donde se encontraba el teléfono. Contestó con rapidez.


— Buenos días, tía – le dije apenas levantó el teléfono – ya llegué a tu casa.
— Hola, hijito. Te estoy esperando. —luego se tapó la boca, para que esa persona que estaba fuera no pudiese leerle los labios—  Ven rápido, que hay un hombre raro afuera y Alfredo no está en casa.
— Tía, ese soy yo.
Acto seguido, volvió a asomarse por la ventana con su teléfono.
— ¿Me ves? Acá estoy – y extendí mi brazo derecho como señal.
— Espérame, ya salgo.
Mi tía salió a mi encuentro y me saludó con un beso en la mejilla.
— ¡Mírate, ¡cuánto has crecido! —y me invitó a pasar.
Doña Adelina es la hermana mayor de doce hijos, criados por la madre con una rigidez militar heredada por el padre de esta, que había participado en dos guerras fronterizas y algunos conflictos en el interior del país. En cambio, su padre era un hombre muy apacible, afectuoso, además de ser muy manipulable. Esto hizo que en la casa rigiera un matriarcado muy riguroso, cosa que Adelina aprendió lo mejor que pudo. Y cuando la madre falleció al dar a luz al último de éstos, la hermana mayor suplió su cargo en el hogar. Incluso los más pequeños no la llamaban “hermana”, sino que solían confundirse y le llamaban “mamá. Todo esto se mantenía hasta el momento en que los hermanos y hermanas cumplían la mayoría de edad, uno por uno se iban yendo de su casa, hasta que se quedó sola con su envejecido padre. Él le dijo que también debía irse y formar su propia familia. Sin pensarlo, ella se negó y se quedó en casa por unos meses hasta que su padre murió. Vendió la casa familiar, espaciosa y llena de recuerdos y se mudó unas calles más abajo, donde consiguió un lugar en el cual viviría su soltería por unas cuantas décadas más.
Su casa tenía un olor familiar, nostálgico. Cada rincón de la misma guardaba algo del pasado y a pesar de todo se conservaban, como si el tiempo no aplicara para ellas. Pero había sido su soledad obligada la que la acostumbró a lo antiguo, a lo conocido, negando el transcurso del tiempo y despegando los calendarios como si fueran hojas en blanco.


La habitación en la cual me quedaría estaba situada en la segunda planta (en la habitación más cercana a las escaleras). Todo el mobiliario que se hallaba allí estaba envuelto en telas para que no sufrieran daños. Y a pesar de tener estos minuciosos cuidados, mi tía me dijo que tendría que limpiarlo todo, ya que no era recomendable para mi salud dormir entre tanto polvo, en especial si me iba a quedar por más de un día. Capté de inmediato el subtexto de sus palabras: debía ganarme el derecho a habitar el cuarto, limpiándolo y dejándolo de la forma más decente posible.


Ya en la noche y con la habitación reluciente, mi tía se dispuso a hablar conmigo, y comenzó a preguntarme sobre mi familia. Le contesté que estábamos bien en nuestra nueva casa, que mi hermana pequeña ya había asistido al kinder el año pasado y que permanecería en el mismo hasta que cumpliese los 5 años. Cuando me preguntó sobre mi padre, su hermano, le conté que aún seguía en su labor de oficinista y mi madre preparaba algunos dulces que vende los fines de semana a los vecinos y sus amigas. Al preguntar sobre mi rendimiento académico, le conté sobre mis calificaciones mediocres, que al menos servían para aprobar el año, pero nada destacable. Cuando no hubo más preguntas para hacerme, tomé la iniciativa.
— ¿Tienes alguna mascota?
— No – contestó en seco.
— ¿No te animaste a tener alguna?
— He tenido varios, pero el mejor sin duda fue Francis.


Ella señaló con el dedo una de los grandes retratos dibujados a mano, un hermoso gato negro azabache de ojos color jade miraba hacia la derecha. Ese era el gato más preciado de mi tía. No quise preguntar sobre él ni cómo se perdió, pero mi tía, como si hubiese sido liberada de un hechizo que la obligaba a no llorar, continuó.



Según lo que me contó, Francis nació un 27 de Abril de 1989, aproximadamente. No se sabe la hora porque la persona que le regaló los gatos, otra dama madura y soltera como ella, encontró a una de sus gatas con sus crías recién nacidas al llegar a casa. Adelina no la conocía, pero fue la propia mujer la que tocó su puerta. Ella tenía en un cesto a los gatos con dos meses de nacidos y esperaba conseguirles un hogar esa misma noche. Cuando Adelina la vio con la cesta, pensaba que se trataba de una vendedora y estuvo a punto de cerrar la puerta si no hubiese sido por el rápido movimiento de la otra mujer al sacar de su cesto al gato negro. Los ojos color jade se cruzaron con los de Adelina y por un momento vio en ellos los ojos de un galán que la había pretendido hace años al cual tuvo que rechazar por sus hermanos. Sentía que era el destino que la recompensaba con un acompañante nuevo, era lo que necesitaba mientras dejaba que en su vida apareciera un hombre apuesto y muy elegante, capaz de llenarla de cariños y de versos nocturnos. Hechizada por sus ojos, recibió al felino en sus brazos, no sin antes escuchar la cháchara de la mujer, le contó que un gato requiere de sus vacunas correspondientes desde pequeño, atenciones y cuidados especiales, y también le brindó algunas advertencias sobre su alimentación y sueño. “Mujer, que no soy niña, yo sé cómo cuidar a un gato. He criado a cuatro hermanos y dos hermanas menores, un gato no será más difícil que eso”. La mujer soltó una risita y le advirtió que, si seguía pensando eso, le darían ganas de abandonarlo al primer año. Acto seguido, se despidió no sin antes acariciar al gatito negro.


Lo llamó Francis en honor a su actor de cine favorito. Hasta ese momento, ese era el arquetipo de hombre que ella pretendía conseguir, nada menos que eso. Apenas el gato fue dejado en el piso, entendió que era la mujer la que mandaba y no se atrevió a soltar un solo maullido.


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