Era jueves y estaba
preparando unos tallarines rojos en la cocina, dijo mi tía Adelina mientras
servía el té y las galletas saladas.

Cuando llegué a casa,
traté de llamar a mi tía Adelina lo más pronto posible, necesitaba saber si
podía quedarme a pasar unas semanas en su casa, para recordar viejos tiempos, y
visitar a los amigos con los que jugaba antes. “Para qué quieres venir acá, si
ya no vive nadie”, me contesto con desgano. No quería que ella se enterara de
mi verdadera diligencia, así que le mentí, le dije que la extrañaba y que
quería saber con quién se casaría a sus ya casi sesenta años de soltera
pretenciosa. “A mí no me vengas con cuentos, hijo, que por otra cosa querrás
venir”, respondió con tono alegre. Por lo que había escuchado por parte de mis
padres y de algunos otros familiares, su carácter rígido y su terquedad
indómita eran dos de los motivos por lo cual ella se había mantenido casta, así
que imaginé que la conversación había terminado. Esperé un par de segundos para
así agradecerle y despedirme, sin embargo, ella habló.
— … pero si deseas,
puedes venir de todas formas.
— Gracias tía Adelina – aunque en mi mente quería preguntarle por si estaba
segura, desistí de hacerlo para evitar un rechazo por mal comportamiento,
aparte de que mis padres corrían el riesgo de ser regañados por la mala crianza
de sus hijos.
— ¿Cuándo vas a venir? – preguntó.
— Estaré ahí el lunes por la mañana.
— Te estaré esperando – y colgó.
Al finalizar la llamada, corrí hacia mi habitación y busqué una maleta de viajes
para guardar en ella varias mudas de ropa, dos pares de zapatillas y uno de
zapatos, varios más de medias y algunos calzoncillos, no quería dejar nada a la
deriva, ya que planeaba quedarme algo más que un día entero. Luego de tener
listo mi equipaje, busqué entre mis cuadernos de primaria cubiertos de
calcomanías de héroes animados y dinosaurios, los números telefónicos de mis
amigos. No encontré lo que deseaba, pero sí ubiqué sus direcciones, con algo ya
contaba.
Me desperté a las 5 de la mañana, algo ansioso por el nuevo viaje. Tomé la
maleta y con algo de esfuerzo logré bajarla al primer piso. Encontré en la sala
a mi padre que se alistaba para ir al trabajo. Se burló un poco de mí, algo
incrédulo por verme despierto tan temprano. Yo aproveché la ocasión para pedirle
algo de dinero, por si acaso. Él sacó unos cuantos billetes y me dio cincuenta
soles.
— ¿A qué se debe el milagro? — pregunté sarcástico.
— Aunque no esté lejos, tendrás que tomar un taxi y pagarle un poco más porque
nadie quiere ir a ese pueblo fantasma.
— ¿No pasa ningún bus? ¿Ni colectivos?
El meneó su cabeza en
señal negativa y se fue al baño. Yo no tenía muchos problemas con lo que me
dijo mi padre. Por si algo sucedía, estaba llevando conmigo una parte de mis
ahorros que más o menos se acercaban a la cantidad que mi padre me había dado,
además de estar confiado de no gastar en comida, ya que entre las cualidades
que caracterizan a mi familia está la hospitalidad, aunque ésta no se aplique a
terceros.
Me tardé treinta minutos en conseguir un taxi que se animara a llevarme hacia
mi destino. Cuando le pregunté al primero, distorsionó su rostro y aceleró sin
decirme nada. Algo parecido pasó con los cinco siguientes, hasta que me
encontré con un taxista joven, aunque no parecía ser de fiar. “Si quieres te
llevo, pero me tendrás que dar veinticinco soles”, me dijo. Yo asentí y subí mi
maleta a los asientos posteriores y me senté junto a ella, desconfiando hasta
de mi propia sombra. El taxista no dijo nada.
A pesar de todo, el viaje no estuvo mal. El muchacho no era de los típicos
taxistas conversadores o de aquellos que ponen su música a todo volumen. Esto
me permitió observar la ciudad bañada por los primeros rayos dorados, las
pistas casi vacías, el aleteo de las aves y los pasos de las personas al
apresurarse para llegar a sus trabajos y escuela, el sonido de la una metrópoli
que nunca duerme, pero empieza a tomar ánimos para una nueva jornada. Esto se
pudo ver durante los primeros diez minutos que llevábamos. Toda capital, al ser
el centro de un país está conectada íntimamente entre varios distritos símiles,
que van contrastando a medida que te alejas del centro. Como una gota de
pintura que se destiñe en el agua, el centro siempre será el lado más activo,
el más vivo de la capital, mientras que los bordes pierden la tonalidad
original, y los altos edificios con lujosos departamentos son reemplazados por
casas de 6 pisos o menos, intercalando por algunas más pequeñas, las autopistas
no están tan limpias y los autos no son tan modernos. Este no es el caso del
distrito de San Gabriel, la cual por muchos años fue una ciudad modelo, con los
jardines más hermosos y las casas más pintorescas de la capital. En la
actualidad no queda más que el vestigio del pasado. Las casas lucían como las
recordaba, eso creo, pero estaban cubiertas por una capa de polvo y carcomidas
por el olvido. Los árboles que antaño brindaban sombra a los transeúntes no
eran más que troncos secos, seres que suplicaban por ser arrojados al fuego en
vez de seguir su doloroso martirio, los tachos de basura, postes y otros
objetos de metal lucían el color del óxido, incluso algunas ya habían caído al
piso. Era el claro ejemplo de una ciudad fantasma en la cual se cometió un
crimen atroz e imperdonable, y cuán grave tendría que ser al recibir tal
castigo, totalmente inconcebible en mi mente.
Tardamos más de 20 minutos en ubicarnos, ya que todas las casas lucían igual de
deterioradas y los nombres de las avenidas no existían. Traté de ubicarme por
la dimensión de un parque y con ayuda del celular le indiqué al taxista que
diera media vuelta por una cuadra y avanzara recto por dos cuadras más, hasta
que finalmente logramos encontrar la casa de mi tía Adelina. Ella estaba
regando su jardín, en el cual las rosas destacaban. El taxista me miró
confundido y yo tuve que dibujarle un mapa, usando el que ya tenía en el
celular como referencia, para que así pudiera irse sin perder más tiempo. Me
miró con condescendencia y se despidió como si fuese un amigo que nunca más
volvería a ver.
Mi tía no logró distinguirme a primera vista. Apenas bajé del taxi, ella dejó
de regar y entró a la casa, marcando el teléfono angustiosamente. Al parecer nadie
le contestaba, por lo cual ella, abrió uno de los cajones de la pequeña mesa en
la cual estaba colocado el teléfono, sacando lo que eran unas gafas. Se acercó
poco a poco hacia la ventana que tenía las persianas abiertas, tratando de diferenciar
los rasgos de la persona que se encontraba mirándola desde el vidrio. Ya que lo
único que hacía era mirarme con preocupación, tomé mi celular y marqué el
número de su casa. Escuché el sonido de su teléfono y vi como ella volvía al lugar
en donde se encontraba el teléfono. Contestó con rapidez.
— Buenos días, tía – le dije apenas levantó el teléfono – ya llegué a tu casa.
— Hola, hijito. Te estoy esperando. —luego se tapó la boca, para que esa
persona que estaba fuera no pudiese leerle los labios— Ven rápido, que hay un hombre raro afuera y
Alfredo no está en casa.
— Tía, ese soy yo.
Acto seguido, volvió a asomarse por la ventana con su teléfono.
— ¿Me ves? Acá estoy – y extendí mi brazo derecho como señal.
— Espérame, ya salgo.
Mi tía salió a mi encuentro y me saludó con un beso en la mejilla.
— ¡Mírate, ¡cuánto has crecido! —y me invitó a pasar.
Doña Adelina es la hermana mayor de doce hijos, criados por la madre con una
rigidez militar heredada por el padre de esta, que había participado en dos
guerras fronterizas y algunos conflictos en el interior del país. En cambio, su
padre era un hombre muy apacible, afectuoso, además de ser muy manipulable.
Esto hizo que en la casa rigiera un matriarcado muy riguroso, cosa que Adelina
aprendió lo mejor que pudo. Y cuando la madre falleció al dar a luz al último
de éstos, la hermana mayor suplió su cargo en el hogar. Incluso los más
pequeños no la llamaban “hermana”, sino que solían confundirse y le llamaban
“mamá. Todo esto se mantenía hasta el momento en que los hermanos y hermanas cumplían
la mayoría de edad, uno por uno se iban yendo de su casa, hasta que se quedó
sola con su envejecido padre. Él le dijo que también debía irse y formar su
propia familia. Sin pensarlo, ella se negó y se quedó en casa por unos meses
hasta que su padre murió. Vendió la casa familiar, espaciosa y llena de
recuerdos y se mudó unas calles más abajo, donde consiguió un lugar en el cual
viviría su soltería por unas cuantas décadas más.
Su casa tenía un olor familiar, nostálgico. Cada rincón de la misma guardaba
algo del pasado y a pesar de todo se conservaban, como si el tiempo no aplicara
para ellas. Pero había sido su soledad obligada la que la acostumbró a lo
antiguo, a lo conocido, negando el transcurso del tiempo y despegando los
calendarios como si fueran hojas en blanco.
La habitación en la cual me quedaría estaba situada en la segunda planta (en la
habitación más cercana a las escaleras). Todo el mobiliario que se hallaba allí
estaba envuelto en telas para que no sufrieran daños. Y a pesar de tener estos
minuciosos cuidados, mi tía me dijo que tendría que limpiarlo todo, ya que no
era recomendable para mi salud dormir entre tanto polvo, en especial si me iba
a quedar por más de un día. Capté de inmediato el subtexto de sus palabras:
debía ganarme el derecho a habitar el cuarto, limpiándolo y dejándolo de la
forma más decente posible.
Ya en la noche y con la habitación reluciente, mi tía se dispuso a hablar
conmigo, y comenzó a preguntarme sobre mi familia. Le contesté que estábamos
bien en nuestra nueva casa, que mi hermana pequeña ya había asistido al kinder
el año pasado y que permanecería en el mismo hasta que cumpliese los 5 años. Cuando
me preguntó sobre mi padre, su hermano, le conté que aún seguía en su labor de
oficinista y mi madre preparaba algunos dulces que vende los fines de semana a
los vecinos y sus amigas. Al preguntar sobre mi rendimiento académico, le conté
sobre mis calificaciones mediocres, que al menos servían para aprobar el año,
pero nada destacable. Cuando no hubo más preguntas para hacerme, tomé la
iniciativa.
— ¿Tienes alguna mascota?
— No – contestó en seco.
— ¿No te animaste a tener alguna?
— He tenido varios, pero el mejor sin duda fue Francis.
Ella señaló con el dedo una de los grandes retratos dibujados a mano, un
hermoso gato negro azabache de ojos color jade miraba hacia la derecha. Ese era
el gato más preciado de mi tía. No quise preguntar sobre él ni cómo se perdió,
pero mi tía, como si hubiese sido liberada de un hechizo que la obligaba a no
llorar, continuó.
Según lo que me contó, Francis nació un 27 de Abril de 1989, aproximadamente.
No se sabe la hora porque la persona que le regaló los gatos, otra dama madura
y soltera como ella, encontró a una de sus gatas con sus crías recién nacidas
al llegar a casa. Adelina no la conocía, pero fue la propia mujer la que tocó
su puerta. Ella tenía en un cesto a los gatos con dos meses de nacidos y
esperaba conseguirles un hogar esa misma noche. Cuando Adelina la vio con la
cesta, pensaba que se trataba de una vendedora y estuvo a punto de cerrar la
puerta si no hubiese sido por el rápido movimiento de la otra mujer al sacar de
su cesto al gato negro. Los ojos color jade se cruzaron con los de Adelina y por
un momento vio en ellos los ojos de un galán que la había pretendido hace años
al cual tuvo que rechazar por sus hermanos. Sentía que era el destino que la
recompensaba con un acompañante nuevo, era lo que necesitaba mientras dejaba
que en su vida apareciera un hombre apuesto y muy elegante, capaz de llenarla
de cariños y de versos nocturnos. Hechizada por sus ojos, recibió al felino en
sus brazos, no sin antes escuchar la cháchara de la mujer, le contó que un gato
requiere de sus vacunas correspondientes desde pequeño, atenciones y cuidados
especiales, y también le brindó algunas advertencias sobre su alimentación y
sueño. “Mujer, que no soy niña, yo sé cómo cuidar a un gato. He criado a cuatro
hermanos y dos hermanas menores, un gato no será más difícil que eso”. La mujer
soltó una risita y le advirtió que, si seguía pensando eso, le darían ganas de
abandonarlo al primer año. Acto seguido, se despidió no sin antes acariciar al
gatito negro.
Lo llamó Francis en honor a su actor de cine favorito. Hasta ese momento, ese
era el arquetipo de hombre que ella pretendía conseguir, nada menos que eso.
Apenas el gato fue dejado en el piso, entendió que era la mujer la que mandaba
y no se atrevió a soltar un solo maullido.
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