–Oye, Mit. ¡Despierta! – dijo una voz nasal que le era muy familiar.
–
¿Ah? – fue la única respuesta que recibió el hombre que trataba de levantar
a Mit, su hijo.
Al
escuchar la respuesta de su vástago, el herrero del pueblo solo pudo suspirar.
Recordó el tiempo en el que añoraba tener un hijo, lo imaginaba adulto, todo un
hombre, tomando las brasas del alto horno y creando las más bellas armaduras.
No le importaba si elegía otra de las variantes, la herrería de herramientas o
la de armas. Ambos podrían compartir el calor del trabajo honrado, derretir el
hierro y darle las formas más diversas, ganarse las esmeraldas con el sudor de
su frente. Llevarlo a las tardes a las reuniones grupales y decir con orgullo:
"este es mi hijo".
Sin embargo, ingrata fue su
sorpresa al saber que es un simplón amigo, lo siento mucho, en serio lo siento
mucho. Otros habitantes en el pueblo lo consolaron, le dijeron que dentro de
algún tiempo podría intentarlo de nuevo, que este hijo era un caso perdido y
que no se ilusionara. Pero esto no lo desanimó. Se negó a colocarle la típica
chaqueta verde que llevan todos los simplones desde su nacimiento, para
diferenciarlos del resto y tomar en cuenta su discapacidad. Porque así era
siempre, a todos estos seres de chaquetas verdes eran considerados como unos
inútiles, se despertaban tarde y se dormían al anochecer. Miraban a lo lejos
con melancolía y suspiraban con tristeza mientras dejaban pasar el tiempo. Y,
de un momento a otro, el simplón un día se alejaba de la aldea para nunca más
volver. Según los bibliotecarios, este tipo de aldeanos era el que menos tiempo
sobrevivía, ya que era evidente que su poca capacidad para desarrollar un
oficio le acarrearía la muerte prematura.
El herrero dobló sus esfuerzos,
se despertaba más temprano de lo acostumbrado, dejaba todas las armaduras que
tenía pendiente para los clientes casuales que visitaban la aldea y salía a
buscar a su hijo, el cual jugaba desinteresadamente con sus amiguitos. Lo llevó
al campo, a observar cómo se cultivaba el trigo. Le explicaba la razón por la
cual usaba el compostador, usando las semillas sobrantes para generar abono y
así acelerar la cosecha, pero su hijo solo miraba a las hojas de los árboles
bailar. Lo llevó al bosque, mostrándole como el encargado de elaborar las
flechas talaba la madera necesaria para crear estas herramientas, le explicaba
que era entre los intercambios más populares entre los viajeros, pero su hijo
solo miraba el humo de la carne asándose, subiendo hacia el cielo. Colocó a su
hijo frente a la cocina, explicándole que ellos usaban un horno distinto al
suyo, uno especial para las carnes frescas de los animales, pero él observaba
algo diferentes, algo distinto. Y es en ese momento, en el centésimo cuarto
intento, en el cual se resignó finalmente, le colocó la capucha verde y se
alejó de él.
Dejó que durmiera temprano y que
despertara tarde, aunque a veces se olvidaba y trataba de levantarlo, intentos
que terminaban en fracasos. Puede que buscase algo bueno dentro de lo que
muchos consideraban como un error. Y esta vez, los hechos una vez más le
indicaban que era cierto, su hijo era un simplón y pronto moriría.
***** - *****
Mit y Merk disfrutaban de la vida nocturna. Eran los únicos en todo el pueblo el silencio, el siseo de las arañas, el traquetear de los esqueletos, todo eso combinado con tintinear de las estrellas, del vasto firmamento acompañado del plateado brillar de la luna, el cual era lo único que los satisfacía. Eran los reyes, los únicos de la aldea que tenían el privilegio de gozar la paz.
Merk observó el reloj dorado que llevaba consigo. “Es hora”,
dijo finalmente su compañero de vigilia. Merk le dijo que había otra actividad
que lo llenaría de nuevas emociones, algo que le mostraría la otra cara de la
noche, la cual estaba llena de peligros y atrocidades. Mit había oído algunas
historias de bestias que caminaban por la noche, en búsqueda de carne fresca.
Hambrientos, devoraban sus víctimas y las dejaba totalmente desnudas de su
piel, a menos que el contacto con los desagradables colmillos terminaran
convirtiendo en su víctima en su igual, otro zombie que busca devorar y rasgar.
Aparte, escuchó hablar de una criatura silenciosa, verde y extraña, la cual era
el horror de los viajeros, los cuales los hacía estallar apenas estuviese en su
rango.
Merk sonrió levemente. Le recordó a la primera vez que pudo
observar el festival del caos. El corazón de Mit empezó a latir, escuchó los
gemidos de las criaturas, sus pies arrastrándose y acercándose cada vez más a
la luz de su hogar, cerca cada vez más cerca. Merk tembló momentáneamente, pero
sabía no estaban solos. El miedo de los dos simplones fue suficiente para que
una criatura metálica, brillante y robusta apareciese y se ubicara delante de
los agresores. Levanto sus arrolladores brazos, levantando a uno de estos
depredadores hacia el cielo. Un segundo zombie se acercó, como si estuviese
tratando de vengar a su compañero caído. El protector de hierro recibió un leve
golpe, el cual ni siquiera lo inmutó, dirigió su mirada hacia el agresor y
repitió el proceso. Más zombies aparecieron y rodearon al guardián, recibiendo
muchos golpes al mismo tiempo, pero este volvió a levantar sus brazos y el
resto de zombies salieron volando por los aires. Finalmente había acabado con todas
las criaturas hostiles y la paz volvía al poblado.
– Este es nuestro guardián. Nos protege de las noches
peligrosas. Lo llamamos “Gólem”.
Mit no podía creerlo. Los niños se quedarían estupefactos al
escuchar la aventura que había vivido.
***** - *****
“Otra vez ese sueño”.
Mit recordaba con cariño aquella vez que su amigo Merk, el
único simplón que había conocido en toda su vida le mostró la belleza y el
peligro de la noche, aquel día que conoció al gólem, aquel momento que no se
había sentido un simplón. Y también había sido la última en la que vio con vida
a Merk. En sus sueños siempre despertaba luego de ese momento feliz, de ese
nuevo recuerdo que guardaría por el resto de su vida. Ahora convertido en un
adulto, hubiese deseado que todo culminara con él y Merk durmiendo y
encontrándose al día siguiente, hablando de cómo el golem había limpiado la casa.
Él reuniría a sus amiguitos y juntos le explicarían lo que había pasado. Pero
así no terminó la noche.
Un zombie pequeño se había escurrido entre las sombras,
acelerando su paso y acercándose hacia Mit. El gólem sintió su presencia, pero
este se encontraba algo lejos de ambos aldeanos. Con premura y alerta se acercó hacia ambos. Mit
se asustó, ya que creía que el gólem se había vuelto loco y se disponía a
atacarlos, pero Merk, más experimentado que el pequeño, sabía que esto
significaba.
– ¡Corre! – bramó el hombre, mientras sostenía de la mano a
Mit.
El pequeño aldeano volteó a ver a la criatura. Un zombie del
mismo tamaño que el suyo los seguía, a una velocidad impresionante y reduciendo
cada vez más la distancia entre ambos.
El gólem iba a su encuentro y Merk ya se encontraba cerca
del guardián, cerca de su rango de ataque, pero se percató que había perdido el
agarre del pequeño aldeano. Divisó con horror que Mit se había caído al piso y
que el zombie se acercaba cada vez más. El pequeño zombie salivó, preparó sus dientes,
pero recibió un golpe que lo alejó levemente de su presa. Merk se interpuso
entre el pequeño cazador y la presa, extendiendo sus brazos y evitando que este
se abalanzase. Sin pensarlo dos veces, el zombie pequeño atacó y acabó con la
vida del aldeano, convirtiéndose en polvo luego de unos segundos.
Nunca supo cómo decírselo al resto del pueblo. No encontraba
palabras. Esperó durante todo el día que los adultos le preguntaran sobre lo
acontecido. Sin embargo, ellos actuaron como si nada hubiese ocurrido, como si Merk
nunca hubiese existido. Y eso lo marcó para siempre.
– Otra vez ese sueño. ¿O este es el sueño? – se decía para
sí.
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