Ir al contenido principal

Un viernes cualquiera

Los vecinos de al lado discuten, porque la mujer es algo descuidada. Se había quedado dormida y su marido, un poco ebrio, la golpea. Ella grita, pero nadie viene en su rescate. Todos la conocemos, esa mujer puede salirse, puede huir lejos, pero teme quedarse sola, desamparada.




Un grupo de niños corre por la autopista vacía, buscando algún pirotécnico sin usar. Ya han reventado todos los que compraron el día anterior, y es evidente que ellos querían continuar explotando objetos, lanzarlos a los perros y verlos correr, llorar. Lanzarlos a la casa del viejo molesto y correr lo más rápido posible. Colocar los silbadores en una botella, hundirlas en la arena y colocarlas en posiciones varias para así ver dónde caen. Pero los padres no tienen un centavo más que darles, y si los tuvieran, tampoco se los darían.

La señora encargada de la limpieza tiene más trabajo que de costumbre. Debe barrer desde los desperdicios de los pirotécnicos, las cenizas de los muñecos, las botellas de cerveza rotas, papeles variados, chapas, platos de plástico y otro tipo de desperdicios. Ella barre con la misma velocidad, izquierda, derecha, cantando la misma canción de siempre, una mujer que llora por su amor que está muy lejos. Los niños miran como ella echa en su bolsa de basura una sarta de cohetecillos que parecían casi nuevos. «Mocosos del demonio, ni se les ocurra pedirme algo. Ya bastante trabajo tengo como para aguantarlos, que los aguante sus madres. Aparte, les estoy haciendo un bien, cuántos niños se han quemado o incluso han perdido sus manos por andar jugando con cohetes», pensó. Y los niños captaron inmediatamente que sus tesoros estaban irremediablemente perdidos, así que luego de lamentarse por unos segundos corrieron hacia una zona que aún no había sido limpiada.



Marita. La linda Marita. La pobre Marita. Otra vez el mismo rostro triste, las mismas manos gastadas, la misma falda larga, la misma blusa holgada, el mismo cabello reseco. Quiero saludarla, decirle «oye Marita, ¿cómo estás? Hace un bonito día.¿verdad El sol está bonito. Por cierto, yo también estoy libre, podemos ir a la playa y bañarnos en el mar, sentir el olor salado en nuestras narices, comer ceviche mirando las olas. Yo sé que no te gusta, pero si quieres no te metes y te quedas en la sombra. Es bueno salir un rato, de vez en cuando ¿no crees?». Pero hace mucho que dejó de ser la Marita alegre. Contrajo una enfermedad, la peor de todas y la más letal. Esta enfermedad empieza con alucinaciones fantásticas de un futuro prometedor, luego continúa con fiebre interna y aceleración del pulso. Luego, la enfermedad va arraigándose en los órganos internos y comienza a mostrar sus síntomas más peligrosos. Comienza con el cambio de humor, la tristeza, la decepción. Luego aparece la paranoia, la dependencia y el estrés. Finalmente, el enfermo comienza a debilitarse, poco a poco hasta desvanecer. Así que la veo caminar hasta la vereda, cierro los ojos, ella ya no está.

Eduardo trabaja hoy también. La tiene muy difícil. Desde que falleció su padre hace más o menos un par de años, ha tenido que dejar la universidad y empezar a trabajar, como todos. Él tenía un futuro prometedor, incluso aún lo tiene. Estaba estudiando abogacía, o “derecho”, como lo llama él. Ya estaba terminando el segundo ciclo y le tuvo que tocar eso. Su madre, claramente angustiada, fingió fortaleza y le dijo que con un ligero ajuste en el presupuesto, alcanzaría para todo. Eduardo sabía que no era así, que apenas con el trabajo de su padre y la tienda, se sostenían. Él no le dijo nada, ni le reclamó. Un día llegó más tarde de lo usual, y al día siguiente se dirigía a lo que sería el primer día de sus labores. Nadie notó el cambio hasta hace unos días, porque a pesar de haber acabado las clases, Eduardo salía a la misma hora de siempre.

Mi papá me ha dicho que hoy tomaremos desayuno más tarde, así que tendré que esperar. Yo ni entiendo por qué, hoy es un viernes cualquiera.

Comentarios