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Sendero desconocido

…Sendero Desconocido …

Observo brevemente el cielo. Escucho los sollozos de mi madre y demás familiares, mientras permanezco a un lado, inmutable. El oscuro agujero, la bandera peruana que cubre por completo el féretro. La gente, amigos, compañeros de trabajo, algunos medios de comunicación, acompañando en sepulcral silencio. Y finalmente, el lento descenso hacia su última morada. Uno que debería durar algunos segundos. Segundos que muchos desearían sean eternos. Deseos que no se podrán ver cumplidos.

 
Las lágrimas y gritos se acentúan. El sonido de las trompetas los acompaña. Todos los presentes, cabizbajos. Lentamente, reminiscencias llegan a mi mente cual fichas de un rompecabezas. Un juguete olvidado, dejado intencionalmente a medio armar. Cada palabra, cada frase, cada imagen, empezaron a tomar sentido, a tomar forma. Recuerdos de infancia.
 
Recuerdo que mis padres y yo estábamos cenando en la mesa de nuestra casa. Mi silla se encontraba ubicada de tal forma, que podía ver directamente el rostro de mi padre. Estábamos sentados frente a frente. Entonces, torné mi rostro hacia mi mamá, la cual me sonrió a la vez que cortaba un pan para cubrirlo en su interior de mermelada. Recibí el pan con tranquilidad y le di lentos y pequeños mordiscos. Al terminar de comer mi pan, intenté tomar mi vaso con leche, pero intempestivamente las luces se apagaron. Quise bajar de mi silla, pero sentí las cálidas manos de mi padre, que rápidamente me separó de la silla e indicó que me agachara. Desenfundó su pistola y se desvaneció en las penumbras. Mi madre me abrazaba con fuerza, mientras me repetía que salir afuera era peligroso. Aún seguía sin entender. Todo se calmó cuando la luz volvió. Mi padre regresó instantes después. Con una sonrisa nerviosa, explicó que el apagón había sido ocasionado por una falla eléctrica menor. No dijo nada más.
Un segundo recuerdo me hizo entender el primero. Mi padre y yo jugábamos fútbol en el patio de nuestra casa. Pateaba suavemente, mientras esperaba una respuesta de mi parte. En ese momento sentí curiosidad de preguntarle sobre el día del apagón y su extraña reacción. Su sonrisa cambió a un gestó lacónico. Me pidió que guardara el balón. Nos sentamos en el sofá y me explicó. Me relató sobre los antiguos apagones en las épocas de los 90 y sus causantes. Los coches bombas, el miedo, los muertos, todo. Me relataba con orgullo las historias de valientes peruanos que hicieron frente a la ola de terror detalladamente, como si aquellos protagonistas hubiesen sido íntimos amigos suyos. Me explicó los motivos por las cuales ciertas personas, con ideales erróneos, sembraban el miedo en el país.
Las conversaciones sobre aquel pasado cercano continuaron. Cada vez que tenía tiempo, me refería sus anécdotas como policía. Cada una de ellas detalladamente. Sus amigos, sus compañeros, los lugares donde tenían que caminar, comer y dormir. Los enfrentamientos, los heridos, los abatidos. Las víctimas, los victimarios, los escondites. Todo. Cada historia era diferente, algunos eran éxitos rotundos, otros fracasos terribles.
Lentamente, a medida que recuerdo, perdí el interés en sus historias. Criticaba sus relatos, catalogándolos como ficticios e inverosímiles. Mi padre indignado, me respondía diciéndome que saber era importante para mi futuro. Finalmente, lo ignoraba y me dirigía hacia un lugar diferente. Ya no deseaba saber más de él y de sus historias. Ya no era un niño que necesitaba de sus advertencias. Soy un hombre, y debo aprender por mí mismo. No más consejos.
Entonces, si ya no lo necesito ahora ¿Por qué recuerdo todo esto? ¿Acaso el insensible, frío y distante fui yo? Un hombre abatido por narcoterroristas, en una época donde el miedo de hace unas décadas se ha desvanecido, como si hubiese sido un fantasma. Un sendero desconocido, un camino extraño, un pasado borrado. ¿Justo ahora tuve que recordar todo? ¿Justo ahora tuve que entender que cada historia era una advertencia?
Fruncí el seño. Estrujé mis puños, recordando con rabia, culpando a mi necedad juvenil. Más al final de todo, recordé algo más. Era mi padre, un hombre que guardaba las apariencias, dándome un fuerte abrazo. Un abrazo y un “te quiero hijo”.





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