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Ave Inspiración


Debí cortarle las alas. Eso es lo que pienso cada vez que tomas vuelo, no sé a dónde. Simplemente te vas, estiras tus coloridas alas, cantas la misma canción, tan alegre y tan triste al mismo tiempo porque gracias a ella sé que te irás. Luego corro hacia ti, pero ya partiste, ya estás lejos, en el infinito cielo. Te maldigo brevemente y trato de recordar qué hice mal esta vez. O tal vez, tal vez debí cortarte las alas.







Realmente no pasas mucho tiempo conmigo, pero eso no me importa. El tiempo en tu ausencia más parece un suspiro, tan fugaz, tan breve, tan veloz. Los niños al día siguiente ya son adolescentes, y en mi próximo parpadeo, ya son padres y madres. Ayer compré un lindo cachorro, cruzadito. Hoy, lo tuve que enterrar. Murió de viejo y ni siquiera me he dado cuenta. Cada hora, cada minuto las recetas médicas, los recibos de luz, los libros, los cuadernos, la ropa sucia, todo, todo se ha ido acumulando y se ha apoderado de mi casa, de mi hogar, como si se tratara de hormigas, hormigas que me carcomen. Pero no me importa, nada me importa excepto tú.


Hasta que el día llego. Ni idea que día fue. A veces apareces los lunes en las mañanas, otras veces apareces los domingos mientras escucho a mi madre reclamar sobre cómo desperdicio mi vida. Y en ocasiones llegas cuando tengo un libro, cualquiera, entre mis manos. Primero me miras, con tus pequeños ojitos y comienzas a revolotear cerca de mi cabeza. Me seduces, me llamas, me acosas, me exasperas, me enamoras. Comienzas a emitir el dulce tronar, silbido mágico que trato de imitar. Y a pesar de quedar en ridículo, tú continúas, como si aceptaras mi voz y me respondo.

 

Comenzamos a tener una conversación que sólo tú y yo entendemos. Tu dejas de volar y te posas en cualquier lado: en la baranda que da al balcón, en el balde lleno de agua que dejé cerca, encima de mi cabeza, encima de la jaula que compré para ti y que ahora está oxidada porque nunca me he atrevido a encerrarte allí, o directamente entras en la casa y te posas en donde se te venga en gana. Así eres tú. Mi madre también lo sabe y ella también te conoce. Aunque tu relación con ella fue efímera, mi madre aún te recuerda y te guarda mucho aprecio y cariño. Y cuando eliges el lugar, continuamos con nuestra íntima y silenciosa charla.


Me olvido del lugar en el cual me encuentro y a medida que nuestra conversación va tomando profundidad, el mundo desaparece. Los muebles pierden su solidez, las paredes se derrumban, el techo se expande y se aleja cada vez más de mi cabeza. Y juntos conocemos a las nuevas personas, a los personajes, a los lugares, a las situaciones, a las emociones, a los nacimientos y a las muertes de los nuevos mundos que dibujábamos en común acuerdo.


El tiempo dejó de existir. Inventamos un nuevo tiempo.


Pero no todo era viajes hacia lejanos mundos. No, por supuesto que no. También conversamos de temas cotidianos. Yo te cuento los más mínimos detalles de mi vida y tú los conviertes en increíbles aventuras. Al final, ambos terminamos muertos de la risa o llorando, dependiendo de la situación.


A veces caminamos, y en otras ocasiones dormimos.

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