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Reto Escritor 2023

 


Empezamos el 2023 con el pie derecho, escribiendo una historia:


Falta poco

A veces siento que el tiempo pasa cada vez más lento. El día de ayer, mientras estaba preparando la cena, sentía el peso del tiempo acumulándose cada vez más en mi espalda, cada segundo parecía como una hora y al mismo tiempo, cada hora parecía una semana. Es por eso que cada vez que siento esa carga mental, miro un reloj sin baterías, el cual he ajustado para esta ocasión, sus manecillas están perfectamente ubicadas en las 11:59. Cuando lo observo, mi cerebro es engañado por un segundo, mira el reloj, las manecillas quietas impávidas, sin prisa por avanzar, se ha detenido el tiempo. Inhalo hondo. Repito mi mantra: “ya falta poco, ya falta poco” y empiezo a recobrar la noción del tiempo normal.

Desconozco la razón por la cual me ocurre esto, pero esta sensación puede pasar en cualquier momento. Por ejemplo, hace dos semanas, mientras estaba escribiendo un reporte para mi trabajo, decidí ir al baño para mojarme un poco la cara y relajar mis músculos de los pies. Abrí el grifo y acumulé el agua poco a poco en mis manos, para luego escurrirla en mi rostro. Aún con las manos húmedas, me golpeé el rostro, con tal de seguir animado y no quedarme dormido. Mi cuerpo reaccionó, las neuronas de mi cerebro aceleraron su comunicación entre sí, sentí como mi switch mental había cambiado a modo trabajo. Me miré en el espejo y vi al mismo tipo ojeroso de siempre, no me gustaba eso de mi, pero no podía cambiarlo. Necesitaba escribir, ir a mi computadora y terminar el reporte. “Ya estoy terminando”, pensé.

Al salir del baño, pude mirar a lo lejos las nubes avanzar, se movían rápido. Ese día había una fuerte corriente de aire. Y un segundo después, las nubes empezaron a desacelerar, el pasillo que solo constaba de tres pasos se me hizo eterno. Mis piernas no me respondían con prontitud, la pesadez era cada vez más grande. Ya sabía que estaba ocurriendo de nuevo, así que tomé el reloj del bolsillo y sin necesidad de acercarlo, miré de reojo las 11:59. La certidumbre del tiempo detenido, calmado de nuevo.

En otras veces, ocurría cuando me divertía con amigos, cuando me enojaba con alguien, e incluso cuando estaba a punto de dormir, agotado por un día lleno de trabajo.

Haciendo memoria, acabo de acordarme de la vez que, con total certeza, me di cuenta de que era una situación atípica y que no podría averiguar nada hasta comprobarlo. Había escrito una nota para el mercado, mi madre necesitaba algunos ingredientes, pero ella no podía despegarse de la cocina, ya que lo que preparaba requería de estar pendiente, sin distracciones. Apenas tomé la nota, pude sentirlo. El tiempo se detenía lentamente, tanto así que pude sentir que el aire a mi alrededor se sentía más pesado, más difícil de traspasar. Cuando todo parecía detenido, tuve el suficiente tiempo para reflexionar sobre el tema, necesitaba una solución o este fenómeno me tendría arrastrado hasta el final de mis días, mi cerebro dejaría de funcionar al mismo tiempo que daba un paso en el tiempo normal. Articular mi cabeza era como mover esa tapa de botella endurecida por la presión, la necedad de una empresa, la maldad involuntaria de la máquina que ajusta hasta el máximo. Cada vez que intentas liberar la tapa, esta parece que se estuviera apretando más, como si quisiera tercamente llevarte la contraria. No sé cuánto tiempo me tomó voltear a la izquierda, tal vez pasaron 100 o 1000 años, pero cuando finalmente pude mirar la pared, pude ver el reloj detenido. Pese a que era imperceptible, la diferencia entre mi mundo desacelerado con el reloj inmóvil era evidente: al reloj se le sentía muerto, exánime, mientras que el resto de cosas me mostraban una hostil indiferencia.

Esa sensación invadió mi cuerpo. Ese instante infinito, inmóvil, me ayudó a recobrar mi aliento, mi vida ajetreada y mis ocupaciones diarias. Cuando volví a la normalidad, corrí hacia mi departamento y sin dudarlo dos veces, le quité la batería al reloj viejo que me regaló mi abuelo. El reloj funcionaba a la perfección, incluso mejor que mis relojes digitales, pero no tenía otra opción, todos mis relojes excepto este, son digitales y no estaba seguro si esto funcionaría. Esa horrible sensación me mostró con claridad lo aterrador que era y que necesitaría una alternativa para superar la extraña situación.

Mientras estoy escribiendo esto, mi madre está viendo su novela favorita, la cual la trasmiten por diferido en las noches en un canal que nadie ve. Esta escena ya la he vivido, así que dentro de mi siento que sería genial tener la habilidad opuesta. “Sería chévere acelerar el tiempo, apurar las cosas que son aburridas”. Con un par de bostezos, decidí matar el tiempo, jugando con mi vieja consola portátil de Nintendo, que había guardado en un cajón. Había visto en un Short de youtube que uno de mis juegos favoritos de mi niñez tenía un truco oculto que jamás había intentado. “¿En serio, ¿cómo no se me ocurrió eso hace 10 años?”, me dije a mi mismo.  Tomé la consola y empecé a jugar. Por un momento sentí que el juego se aceleraba, avanzaba con mayor velocidad de lo normal. Pude diferenciarlo porque ya me había acostumbrado a los cambios temporales, esos hórridos eventos que anclaban mi alma a un instante que se hacía eterno. Esta vez no era un efecto, simplemente era mi cerebro concentrándose en todo, olvidando la lentitud, el espacio denso. “¿Por qué no me da ese efecto ahora?, sería genial que el tiempo…”. No completé la oración en mi mente.

No, sería igual de horrible que el resto. El tiempo deteniéndose no me dejaría pasar un rato entretenido. El juego se volvería lento y aburrido.

Apagué la consola después de jugar un rato, aunque en el tiempo real habían transcurrido más de 3 horas. Nuevamente reflexioné sobre el descubrimiento en redes sociales, se me hacía imposible que no hubiese descubierto tal secreto. Busqué entre mis cuadernos más viejos, aquellas notas que conservaba desde mi niñez hasta mi actual adolescencia. La letra de esos tiempos era críptica, casi ilegible. Mientras intento descifrar lo que decía en mi cuaderno, recuerdo la vez en que la profesora escribió “mejorar su caligrafía” con un plumón rojo en todo el cuaderno, con una furia que no había visto hasta ese momento. Tenía 7 años y en aquel entonces no entendía el valor de la escritura en la vida ordinaria. Y justo cuando había recordado esa etapa, pude leer por una vez más mis notas y darme cuenta que no había nada relacionado con ello.

Forcé una última vez a mi cerebro. Necesitaba recordar la vez en que leía en las librerías las guías para juegos. Un recuerdo difuso me indica que yo ya había visto ese truco antes, pero aquella memoria era inaccesible. Forcé una segunda vez, una tercera, hasta que, en la cuarta, otro recuerdo se volvió más fuerte.

Era mi abuelo, que en su lecho de muerte repetía que ya faltaba poco mientras yo rogaba por que el tiempo se detuviese y pudiese estar más minutos, horas, segundos con él.


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